Fotografía: Michael Shannon en Unsplash
Desde los albores de la humanidad, encontrar una fuente de calor con la que mantener nuestra temperatura corporal ha sido de vital importancia. A día de hoy, es tan fácil como encender la calefacción o una estufa eléctrica. Sin embargo, hace miles de años era cuestión de pura y dura supervivencia y, creedme, no había radiadores por aquel entonces.
Todo esto comenzó con la aparición del Homo erectus hace aproximadamente 2 millones de años, pues se sabe que fue la primera especie humana que consiguió dominar el fuego. Sus “calefacciones” eran lo más rudimentarias posibles, ya que constaban principalmente de hogueras. Paradójicamente esta calefacción prehistórica es actualmente la más cara y menos eficiente de todas, como las chimeneas de leña que poseen la gran mayoría de chalets y casas de campo. Con la llegada de los griegos aparecieron los primeros sistemas de “calefacción” de interior, el hipocausto, que básicamente era una versión jurásica del suelo radiante que hoy en día conocemos. Este invento consistía en hacer una fogata por debajo de la habitación que se quería calentar, por ejemplo, se hacía un fuego en el bajo y, al ascender el aire caliente, calentaba el primer piso. Sin embargo, era considerablemente peligroso debido a un alto riesgo de incendio. Este mismo invento fue notablemente mejorado por los romanos, ya que consiguieron que el fuego procedente del horno de leña no tuviese que estar exactamente debajo de la vivienda, reduciendo de esta forma el riesgo de incendio. Además, dentro de este falso piso donde se acumulaba el aire caliente procedente del horno, consiguieron implementar una serie de pequeñas columnas de ladrillo que permitían canalizar y distribuir mejor el aire caliente. Este tipo de calefacción era frecuentemente utilizado en las termas romanas, ya que el calor se utilizaba para calentar el agua de los baños termales.
Con la llegada de la estufa sobre la primera mitad del siglo XVII, mejoraron notablemente los sistemas de calefacción. Esta es una especie de chimenea cerrada en la que se podía regular la cantidad de aire que entraba para la combustión, permitiendo de esta forma variar la temperatura (cuanto más aire, mayor velocidad en la combustión y, en consecuencia, mayor cantidad de calor emitido). No fue hasta la revolución industrial que llegó la calefacción central, debido a la aparición de la máquina de vapor y las mejoras en la conducción de fluidos a través de las tuberías. Este tipo de calefacción ya es bastante parecida a la que tenemos hoy en día en nuestras casas. Grosso modo, se basaba en una gran caldera con doble capa, en la interna se producía una gran combustión alimentada principalmente por carbón, mientras que entre las capas interior y exterior circulaba el agua que se calentaba hasta su evaporación y ascendía. Este vapor se canalizaba a través de tubos que llegaban a los radiadores de las casas que, una vez enfriado, condensaba y retornaba por otro conducto hasta la caldera.
Debido a las dificultades y peligro que suponía la calefacción de vapor, se sustituyó el vapor por agua muy caliente que, por tiro térmico (fenómeno que produce la dilatación de los fluidos por efecto del calor, permitiendo la ascensión del fluido más caliente sobre el más frío), podía ascender a lo alto de los pisos. El combustible seguía siendo carbón, pero poco a poco fue cambiando, pasando por las calderas de gasoil hasta las de gas natural de hoy en día. Actualmente, el uso de combustibles sólidos fósiles en instalaciones térmicas de edificios (para entendernos, utilizar carbón para la calefacción) está prohibido. Debido a ello, la fuente de energía empleada en la mayoría de sistemas de calefacción es el gas natural o la electricidad, siendo este último tipo minoritario y característico de zonas con temperaturas más suaves o edificios de menor tamaño. Aparte de estos tipos mayoritarios, existen fuentes energéticas alternativas, como la biomasa o la geotermia. A parte de la leña de toda la vida, la biomasa consiste en utilizar restos orgánicos (mayoritariamente de origen vegetal) y quemarlos para producir energía, por ejemplo, huesos de aceitunas, astillas, pellets, etc. Hay que tener en cuenta que la quema de biomasa es una reacción de combustión en la que se genera CO₂ y agua como resultado. A pesar de ello, se considera que el balance es neutro debido a la fijación de carbono que realizan las plantas durante la fotosíntesis, a diferencia de la quema de combustibles fósiles que aumenta la emisión neta de CO₂. Por otro lado, la geotermia es una alternativa energética considerablemente interesante, ya que es 100% renovable y limpia. Se basa en aprovechar el calor generado procedente del interior terrestre y utilizarlo para calentar agua, calefacción o incluso producir electricidad. Es característico de zonas bajo influencia volcánica o donde manto terrestre se encuentra más próximo a la superficie, por lo que no es viable en cualquier localización geográfica. En Islandia, más del 85% de las viviendas se calientan mediante este tipo de energía.
Ahora que sabemos un poco más sobre el funcionamiento, historia y energías alternativas de los sistemas de calefacción, es normal que te surja la siguiente pregunta: ¿cómo puedo hacer un uso más eficiente de mi calefacción? Bien, la respuesta a esta pregunta es relativa, ya que no hay una respuesta universal. Hay muchos factores que se deben tener en cuenta, como el tamaño de nuestra casa, el clima característico, el tiempo que pasemos en la vivienda, su orientación, nuestros ingresos económicos, etc. Sin embargo, el impacto ecológico de nuestro sistema de calefacción dependerá de la generación tecnológica a la que pertenezca, comenzando por la clásica e ineficiente chimenea de leña, pasando por la estufa y terminando en un excelente suelo radiante con termostato automático. También, dependerá del combustible que use nuestra caldera, por ejemplo, es más eficiente y ecológico usar gas natural o electricidad en vez de gasoil. Otra alternativa es mejorar la eficiencia de la caldera y su consumo, pudiendo optar por instalar una de alto rendimiento. Por último, se puede mejorar el aislamiento, este permite mantener la temperatura del interior de la casa al margen de la que haga en el exterior, resultando en un menor uso de la calefacción y del aire acondicionado. En las viviendas antiguas (debido al grosor de sus paredes) y en las modernas (debido a exigencias legislativas y una mejora en materiales aislantes) esto no suele ser un problema, pero aquellas construidas entre medias (1950-1980) es posible que tengan un aislamiento mediocre.
Por último, algo que podemos hacer todos independientemente del tipo de caldera, combustible y eficiencia, es modificar nuestra conducta y hábito de consumo. Ya sabéis, utilizar la calefacción con moderación y cuando se esté en casa, regularla a una temperatura prudente y evitar dejarla encendida en estancias vacías de la vivienda. También es importante mantener los radiadores, siendo recomendable purgarlos una vez al año y al comienzo del invierno, con el objetivo de eliminar las pequeñas burbujas de aire que quedan en el circuito y que dificultan el paso del calor. También evita cubrir los radiadores con toallas, ropa o muebles, ya que esto proporciona una mayor dificultad para calentar y un mayor consumo.
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