El pasado 17 de septiembre, en Barcelona, de 9 de la mañana a 9 de la noche, se ha celebrado el Parking Day. Consiste en ocupar algunas plazas de aparcamiento con pequeños jardines o zonas de juego infantil, en general con algún espacio placentero de uso vecinal. El espacio que ocupa un coche está entre 10 y 12 metros cuadrados, así que se puede hacer un jardincillo bastante decente. El problema es que esta pequeña zona verde solo puede durar doce horas de un solo día al año. Podríamos tener ese espacio urbano ocupado todo el año por una cantidad ridícula: 50 euros es lo que se paga en Barcelona por una plaza anual de aparcamiento para residentes. En Madrid se pagan unos 25 euros.
No se puede dejar el jardín todo el año, hay que desmantelarlo a las 9 de la noche para que su lugar lo ocupe un coche. Es ilegal ocupar permanentemente plazas de aparcamiento con jardines o zonas de juego infantil. Hace algunos años, en Madrid, se intentó ocupar el espacio de aparcamiento de un pequeño tramo de la calle Galileo con jardineras y bancos. Esta minúscula actuación (de 60 x 5 metros de extensión) provocó una tormenta política de gran tamaño. A los pocos meses llegaron las grúas, se llevaron jardineras y bancos y los coches ocuparon su lugar. Lo que había ocurrido (sin entrar en el mar de fondo político de la cuestión) es que algunos vecinos, sencillamente, no podían renunciar a su sagrada plaza de aparcamiento.
La pandemia ha hecho que algunas plazas de aparcamiento se ocupen con terrazas de bares y restaurantes. Las limitaciones de uso del espacio interior han forzado esta medida, que ha salvado la economía de muchos establecimientos hosteleros (un solo coche ocupa el espacio de dos mesas, que pueden salvar la temporada de un bar). Ahora que se ve el final del Covid-19, los vecinos han vuelto a exigir sus plazas de aparcamiento, con el argumento (más o menos fundado) de que las terrazas son demasiado ruidosas.
Los coches ocupan aproximadamente la cuarta parte del espacio urbano total y más de la mitad del espacio urbano público. En una gran ciudad como Barcelona o Madrid, el parque automovilístico aparcado en sus calles ocupa aproximadamente diez kilómetros cuadrados. Estos vehículos permanecen parados como media el 95% del tiempo, algunos mucho más. Muchas personas actúan como el perro del hortelano: no usan apenas el coche, pero quieren tenerlo cerca. A un precio al año de entre 25 y 50 euros, se pueden permitir ese capricho.
Este modelo de aparcamiento tan barato tiene los días contados. Los expertos demuestran que las plazas de aparcamiento para residentes casi gratuitas incentivan la compra de coches, y por lo tanto una ocupación abusiva del escaso y valioso espacio disponible en las calles. En realidad, subir drásticamente las tarifas de aparcamiento (se habla de una franja entre 300 y 500 euros al año) sería una medida muy eficaz para conseguir ciudades más habitables. Para empezar, los ayuntamientos obtendrían fondos para peatonalizar calles y para construir zonas verdes.
En realidad, esta política (impopular como ella sola) ya ha empezado a ponerse en marcha, con un sondeo de la DGT acerca del tamaño de los coches, con la intención de hacer que los que ocupan más espacio paguen más por aparcar.
Como siempre, es una cuestión de lo que nos parece normal y aceptable y lo que no. A mediados de la década de 1960, en Ámsterdam se dieron cuenta de que los coches estaban invadiendo la ciudad, incluso aparcando en los estrechos puentes que cruzan los canales de la ciudad. Se pintaron a toda prisa señales amarillas de “prohibido aparcar” en las aceras y comenzó el proceso que liberó a la ciudad, al menos su centro, del tráfico rodado. Algún día nos parecerá raro, también en Barcelona y Madrid, que los coches ocupen tanto espacio público sin provecho para nadie.
Jesús Alonso Millán
Ilustración: una sugerente imagen utilizada en la difusión de la iniciativa Parking Day Barcelona.
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