Muchos impuestos ambientales gravan por igual a ricos y pobres. ¿Cómo podríamos plantear un impuesto a la huella ecológica justo y factible?
Los impuestos de huella ecológica pueden ser palancas sorprendentemente poderosas para avanzar hacia un mundo más sostenible. Recuérdese un ejemplo contrario, el tristemente célebre “impuesto al sol”, una penalización de la energía solar que ha frenado en seco la proliferación del autoconsumo. Usados con habilidad y en la buena dirección, los impuestos de huella ecológica pueden producir grandes cambios en un plazo de tiempo muy corto.
Bastó una tasa de cinco céntimos o menos por cada bolsa de plástico para que su se desplomara, con una reducción a la mitad en apenas cinco años. Cada vez se ven menos bolsas desechables y más personas con carritos y capachos de camino a los supermercados.
Las tasas e impuestos de tipo ambiental en España son inferiores en porcentaje a los de los países más ecoavanzados. La mayoría de estos impuestos, además, se cargan sobre el consumo de energía y en menor medida sobre el transporte, dejando una proporción pequeña para penalizar las actividades contaminantes.
Desde hace tiempo, los gobiernos plantean periódicamente baterías de impuestos de tipo ambiental, aunque no todos llegan a puerto. Un obstáculo principal es la inequidad de tales impuestos. Gravar las emisiones contaminantes de los coches, por ejemplo, penalizaría automáticamente a muchos conductores con coches viejos y sin dinero para comprarse uno nuevo.
La clave está en que los impuestos ambientales graven a aquellos hogares con la huella ecológica más profunda, y no afecten o afecten solo ligeramente a los de pisada más ligera. Es decir, que extraigan recursos de los más ricos, sin agravar la situación de los demás. Todos los estudios muestran que una gran parte de la huella ecológica de un país es creada por un sector bastante reducido de la población. Es a este sector al que deberían ir dirigidos los impuestos ambientales.
Los impuestos de más tradición con componente ambiental son los que gravan el consumo de hidrocarburos y de electricidad, pero ninguno de ellos penaliza la huella ecológica, siendo en general una pesada carga (sobre todo la electricidad) para los hogares con menos recursos. Otros tipos de impuestos más afinados podrían ser los siguientes:
Pagar por el uso de espacio urbano (por aparcar, vamos). En infinidad de variantes, ya se hace. El principio básico es pagar por la ocupación del escaso y congestionado espacio urbano: un coche ocupa unos seis metros cuadrados. La experiencia muestra que el espacio del centro urbano no se considera de la misma forma que el de la periferia, recuérdese la “rebelión de los parquímetros”.
Pagar por entrar en la ciudad. Aunque los ayuntamientos españoles no se han atrevido todavía a poner en práctica esta tasa que ya se aplica en Londres y otras capitales europeas, terminarán por hacerlo. El principio es sencillo: si te atreves a entrar con tu coche en la zona central de la ciudad, muy densa y bien servida por transporte público, pagarás por ello. El sistema penaliza a los coches grandes, como los todoterrenos, y permite entrar gratis a los eléctricos.
Pagar directamente por el exceso de CO2 que producimos. Ya se hace en parte, a través del impuesto de matriculación, que no pagan los coches que emiten por debajo de 120 gramos de CO2 por km.
Sería posible extenderlo a otros productos, por ejemplo los alimentos. Ostentarían una etiqueta de CO2 producido por cantidad de producto, y pagarían una tasa en proporción. La idea es que esta tasa penalice las delicatessen traídas por avión, no los productos básicos transportados en barco.
Pagar el derroche de agua. Todas las compañías de suministro establecen tramos de pago que penalizan el consumo excesivo, aunque siempre hay que tener la precaución de evitar penalizar altos consumos derivados de familias numerosas, y no de piscinas rodeadas de césped. De esta forma por ejemplo, se establecería un límite de litros de agua permitidos a gastar, y sobrepasar ese límite sería considerado derroche, entonces el precio de esos litros de más sería distinto, por supuesto mucho más caro.
Pagar por la sobreproducción de residuos. Un reto todavía no resuelto, pero sería el perfecto impuesto de huella ecológica. Actualmente la recogida de residuos se paga según el tamaño de la casa (o el IBI, que viene a ser lo mismo). A igualdad de tamaño, pagan igual los vecinos incívicos que producen enormes cantidades de basura mezclada y que no utilizan los contenedores de recogida selectiva, y los virtuosos que procuran ensuciar lo menos posible su entorno. Esto podría cambiar con nuevos sistemas de valoración de los residuos producidos y de la calidad de su separación selectiva, y los vecinos pagarían más o menos según el impacto producido.
Tasa para los edificios ineficientes en el uso de la energía. Se planteó en relación con la implantación de la etiqueta energética para edificios. Funcionaría bien en combinación con ayudas a la rehabilitación, pero puede ser onerosa para muchas familias que viven en edificios de construcción deficiente. Recientemente se ha informado de una reducción en el IBI para los edificios con buena calificación energética.
Impuesto a la contaminación de las aguas. Sería utilizado para cubrir los costos de servicios como el tratamiento de aguas residuales, pues está claro que no es lo mismo un consumidor que desecha el agua usual, con un poco de jabón, que aquel que utiliza en su casa todos los productos químicos que encuentra en el supermercado y que además tiene la costumbre de tirar aceites por el lavabo.
Estos son unos pocos ejemplos de impuestos a la huella ecológica. Pero puede haber muchos más. Por ejemplo, el silencio. Una tasa por el ruido producido, a tantos euros el decibelio, dejaría a muchos vecinos estruendosos literalmente mudos. El principio es sencillo: el que contamina más debería pagar más. Y todos saldremos ganando.
Adaptado y actualizado de un artículo publicado originalmente el 12 de julio de 2012.
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