Crece la irritación contra los llamados “eco-pijos urbanos”. Cuando no es por una cosa es por otra: que si van a prohibir comer carne, que ya no nos dejan entrar en la ciudad con nuestro coche, que si van a prohibir la caza y los toros, que ya no se puede dar una batida para matar lobos, etc. En un sentido más general, el personal está cada vez más mosqueado con ciertas medidas de lucha contra el cambio climático, como la equiparación fiscal del gasóleo y la gasolina, que encarecería rellenar el depósito de los coches diésel.
Todo esto –las zonas urbanas de bajas emisiones, las restricciones publicitarias para los alimentos ultraprocesados, la bicicleta eléctrica, los alimentos ecológicos, etc.–, se ven por algunos como intrusiones de una cultura modernosa y extranjera que amenaza la existencia de nuestro modo de vida y de nuestras costumbres ancestrales.
Y es que ahora consideramos normal, aceptable y ajustado al orden cósmico cosas como la comida chatarra, los atascos de tráfico, la contaminación, el ruido, las montañas de basura plástica o los edificios de paredes de papel. Hemos olvidado que el aire no tiene que estar contaminado, ni la ciudad ser tan ruidosa, ni la comida plastificada. También se han perdido saberes como cocinar, hacer pequeñas reparaciones, tunear la ropa, incluso caminar o montar en bicicleta.
Claro que no se trata de volver a la penuria de épocas pasadas. Por poner solo dos ejemplos, el racionamiento de alimentos se acabó en 1952 y muchos hogares no tenían agua caliente en 1970. Ahora mismo se nos hace difícil pensar en una vida sin lavadora ni frigorífico, pero esa no es la idea.
Se trata de retornar al futuro, popularizando elementos sostenibles cotidianos tan útiles como el flexitarianismo, los edificios de consumo casi nulo, el SDDR (Sistema de Depósito, Devolución y Retorno de envases), el metro ligero o la slow fashion. Es decir, la cocina de la abuela (o más bien de los nietos), los edificios bien aislados, devolver el casco, el tranvía y la ropa de segunda mano.
Desde luego no se trata de pijo-progresismos urbanos. Más bien se trata de lo contrario: elementos de nuestra cultura tradicional que están revelando su gran utilidad para mejorar nuestra vida y hacerla más sostenible.
Ahora mismo el 70 % de la población española vive en Grandes Áreas Urbanas, definidas como aquellas que cuentan con al menos un municipio de más de 50.000 habitantes. Lejos de ser una minoría de urbanitas enfrentados a la masa del país, son la mayoría. Y están buscando soluciones y las están encontrando (al menos en parte) en saberes que se han puesto en práctica toda la vida, que se han perdido y que necesitamos recuperar.
Jesús Alonso Millán
Fotografía: Pille R. Priske en Unsplash
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