Fotografía: Aaron Barnaby en Unsplash 

 

Abundan los adjetivos expresivos en esto de la gran crisis global: de pavoroso a aterrador es el panorama que se pinta si no hacemos algo, ya. Luego viene la realidad. Las agencias mundiales de la energía dicen que, con suerte, hacia 2050 empezaremos a quemar menos petróleo. El fin de la venta de coches de motor de explosión se deja para 2040. Circulan toda clase de estudios bien fundamentados que aseguran que el coche eléctrico no hará más que provocar una terrible crisis global del litio y otros minerales estratégicos. Los agoreros del oil crash ponen el acento en que o petróleo o nada: mantener nuestro estilo de vida a base de renovables es completamente inviable. Otros cálculos estiman en diez o doce trillones de euros, para empezar, lo que costaría comenzar a cambiar nuestro modelo de producción y consumo.

Hasta aquí la dura realidad, pero, ¿y si no fuera tan difícil? ¿Y si fuera posible aflojar la presión, en lugar de aumentarla? Podemos ver un ejemplo de actualidad en el pavoroso problema español de sustituir 30 millones de coches de motor de explosión por su versión a pilas. Es decir, algo así como producir una montaña de 40.000 millones de toneladas de chatarra y al mismo tiempo producir 30 millones de coches nuevos con sus 30 millones de baterías repletas de materiales estratégicos y tierras raras. A cualquiera se le ponen los pelos como escarpias. Y quien dice coches dice energía, agricultura, producción de alimentos, construcción de edificios, urbanismo, etc. La lista es larga y la complicación de todo el asunto excesiva. Hay buena voluntad en muchas partes y el concepto de transición ecológica parece claro, pero en cuanto nos ponemos a pensar cómo organizar la transición al más animoso se le cae el alma a los pies.

Antes de que la mirada iracunda de Greta Thunberg nos fulmine, tenemos que seguir buscando soluciones, entre todos. Esta es una cuestión demasiado peliaguda para dejarla solo en manos de los expertos. Modestamente, todos podemos aportar algo, simplemente examinando nuestras necesidades, el estilo de vida con que las satisfacemos y los cambios que se podrían hacer a mejor. Esta vía de ataque es más vieja que la tos: si construimos buenas casas con buenos muros bien aislados y reducimos a la mitad la demanda de calefacción, podremos dar con menos problemas el salto de las energías fósiles a las renovables, a pesar de lo que digan los agoreros del peak oil. Y así sucesivamente, la lista es larga y hay mucha gente trabajando en ella: comer menos carne, usar más la bici y menos el coche, regar con mesura, comer comida fresca, etc.

La sucesión de los actuales 30 millones de vehículos de motor de explosión no serán 30 millones de vehículos eléctricos, sino algo que no está bien definido todavía y que permitirá al personal satisfacer adecuadamente sus necesidades de transporte, a un coste en dinero, consumo de energía y contaminación mucho menor que el actual. No, no se trata de volver a la edad de piedra y hacer kilómetros caminando (que también). Tal y como están las cosas ahora, se puede prever un parque de tal vez dos millones de coches eléctricos compartidos y de conducción automática, que pesarán un tercio de los actuales y necesitarán por lo tanto mucha menos energía para moverse. Así como un enjambre de vehículos entre el patinete y el coche ligero, tanto compartidos como en propiedad, un robusto sistema de transporte público, etc.

Hay muchos puntos para discutir: puede que dentro de unos años tener un coche en propiedad se considere una excentricidad, o puede que incluso aumente el número de propietarios (eso no está tan claro como dan a entender los reportajes sobre millennials). Algo tan sencillo como el caminar se puede popularizar hasta el punto de revolucionar por sí solo el transporte urbano. O las entregas de comida y paquetería a domicilio pueden dividir a la humanidad entre los entregadores y los recogedores que nunca saldrán de su casa, etc. Hay muchas posibilidades por delante, pero lo cierto es que explorar la vía de las necesidades/estilos de vida puede darnos muchas pistas para evitar la mirada iracunda de Greta y los de su generación, que tienen muchos motivos para estar cabreados de verdad.

Jesús Alonso Millán

 

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