El Mercado Central de Valencia en 2006. En Cincuenta años de alimentación en España, de Víctor J. Martín Cerdeño, publicada para celebrar el 50 aniversario de Mercasa. Clic aquí para descargar el documento.
Un ojo bien despierto, habilidad para cálculos mentales rápidos, inteligencia social y fortaleza física y mental. No son las cualidades que necesita un agente secreto ni un alto directivo, sino las que ponían en juego día tras día, para hacer la compra de alimentos, las mujeres a mediados del siglo XX. Un periodista describe cómo, en un mercado madrileño hacia 1940, las compradoras recorrían una y otra vez el recinto tomando nota mental de todo hasta que –cuando se sabían de memoria el color de todas las agallas de todos los pescados expuestos–, hacían una rápida y certera elección de compra.
En épocas de escasez, solamente los ricos pueden comprar con cierta despreocupación, el resto del mundo debe tomarse muy en serio el asunto. En épocas de penuria la elección se reduce a obtener información sobre los establecimientos que tienen algo interesante que ofrecer, y a continuación aguantar una cola que puede durar horas para poder conseguir algo que llevar a la mesa. El caso extremo era el mercado negro, en el que el comprador de pan o de una lata de carne de estraperlo era un delincuente, y podía ser castigado como tal.
El Mercado de Maravillas hacia 1940. En Biblioteca Digital Memoria de Madrid.
La experiencia de compra mejoró mucho en las décadas de 1950 y 1960. Los alimentos llegaban a los mercados en mayor cantidad y variedad, y a precios más asequibles. La compradora merodeadora al acecho de una oportunidad –la compra seguía siendo un asunto casi exclusivamente de mujeres–, se hizo más tranquila, acudiendo a establecimientos de confianza dentro de los mercados de barrio en los que se creaban sólidos vínculos comerciales y sociales entre compradoras y vendedoras. Era preciso seguir muy ojo avizor las calidades, que seguían poco estandarizadas en alimentos frescos, pero ya proliferaban los paquetes de comida cerrada y etiquetada a precio fijo. Un anuncio de arroz Granito de la década de 1920 detalla las ventajas de comprar un paquete precintado de su producto, “sin necesidad de que el tendero meta una paleta oxidada en el saco de arroz”. Dedicar menos tiempo a la compra fue casi tan importante como la lavadora eléctrica para cambiar la pauta de trabajo doméstico de las mujeres de mediados del siglo XX. Las galerías de alimentación crearon sucursales de los mercados municipales más cercanas a los domicilios, lo que hizo más cómoda la compra.
La venta de carne pre-empaquetada se hacía ya de manera casi experimental desde finales de la década de 1950, y a partir de entonces los plásticos cambiaron definitivamente la forma de comprar. Comenzando con películas de celulosa (cellophane y otros productos similares) se continuó con toda clase de envases desechables que arrumbaron el clásico papel encerado para envolver las compras a granel de carne y pescado. Los supermercados, según dijo el ministro de Comercio en junio de 1958, “se distinguen particularmente por el autoservicio y la presentación de los artículos en envases, a precios fijos y con calidades y pesos garantizados”. Pero eran tiendas para ricos y extranjeros, “de diplomáticos”, la mayoría seguía comprando como de costumbre, mediante complejas transacciones entre compradores y vendedores.
Un supermercado Pryca en 1999. En Biblioteca Digital Memoria de Madrid.
A comienzos de la década de 1970 llegó el supermercado para las masas. Paquetes precintados de colores vivos y ausencia de vendedores (salvo en los puestos de venta a granel, si los había), sustituidos por cajeras (un oficio casi exclusivamente femenino al principio). Desde entonces es el modo estándar de comprar de la gran mayoría de los españoles y españolas, pues la compra dejó de ser tarea exclusiva de las mujeres a partir de 1980 aproximadamente. La nueva manera de comprar no es diaria y cotidiana, sino que se hace una vez a la semana o incluso al mes, empujando un carrito entre estanterías cargadas de paquetes impresos en colores chillones. Los compradores comenzaron a llevarse a su casa montones de envases desechables. La competencia feroz entre grandes cadenas de supermercados, muchas de origen francés, tiró por tierra los precios y también, a veces, la calidad. Los productos de precio fijo en envase hermético son perfectos para vender alimentos ultraprocesados, lo que pronto comenzó a alarmar a las autoridades sanitarias. También para ostentar toda clase de etiquetas y marchamos informativos, oficiales o no, que cada vez se hicieron más complicados y difíciles de entender.
Los consumidores recorriendo pasillos de supermercado, arrojando al carrito maquinalmente cajas de productos de mala calidad a un precio supuestamente bajo, se convirtieron en un gran símbolo de la decadencia de nuestra civilización. Y comenzó el inevitable proceso de regresar a la experiencia de compra de antaño, con examen detallado de calidades, interacción entre comprador y vendedor y además un nuevo elemento: alimentos sostenibles, buenos para la salud y para el planeta. Pero no baratos, pues los mercadillos de proximidad y otras fórmulas que intentan huir del supermercado automático resultan caros y en general están reservados a una élite. La plebe ya ni siquiera necesita elegir los productos en sus paseos por las estanterías, basta con elegir la marca blanca que le garantiza precio bajo y calidad razonable. ¿Introducirá la etiqueta semáforo para alimentos –NutriScore, prevista para 2021– un poco de suspense en el aburrido proceso actual de la compra de comida?
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