Los zumos han pasado recientemente de ser una panacea para la salud a ser considerados como casi venenosos. Nos hemos enterado con sorpresa de que los yogures dulces llevan azúcar añadido. Un estudio demuestra que la alimentación variada puede no ser más saludable (la explicación es que parece ser que mucha gente cree que llevar una alimentación variada consiste en comer donuts de sabores variados –aunque es poco creíble. Hay que evitar las algas por su exceso de yodo. Los alimentos ecológicos son muy peligrosos, pueden provocar graves intoxicaciones. La carne de cerdo, sobre todo de cerdo ibérico, contiene grasa poliinsaturada, que eleva el colesterol bueno. La carne, sobre todo la procedente de la ganadería “low cost” es muy dañina para la salud. La leche de vaca no es apropiada para los humanos. La leche de vaca es un alimento completo. Y así hasta el infinito.
Entre el concepto “lo que no mata engorda” y alambicadas disquisiciones sobre la influencia del índice glucémico de los alimentos en nuestro nivel de azúcar pre-diabético, cabe un mundo de posibilidades. Entre la carencia de información sobre alimentación y el exceso de información sobre nutrición estamos muchos millones de personas que solemos comer casi todos los días y que ya no sabemos qué es bueno, malo, dañino o regular en materia de alimentos.
No es un tema baladí. La epidemia de obesidad y enfermedades asociadas a la mala comida ha hecho sonar todas las alarmas. Hasta tal punto, que la industria alimentaria firmó un pacto a comienzos de 2018 con el Gobierno español para reducir paulatinamente el contenido en azúcar, sal y grasas saturadas de sus productos. Esa misma industria se opone con todas sus fuerzas a la implantación de un etiquetado de advertencia en los alimentos, como el semáforo en vigor en Reino Unido o los sellos negros en Chile.
Parece que tenemos un problema, y no es que el alimento escasee o que su calidad disminuya. El problema principal es que la cultura alimentaria básica (propia de una sociedad acostumbrada a comprar alimentos con criterio y a cocinarlos después) está siendo destruida a marchas forzadas, y sustituida por un enorme repertorio de consejos contradictorios procedentes de la industria, las autoridades sanitarias, los medios de comunicación, las asociaciones de consumidores y usuarios, los grupos de presión carnivoristas, ecologistas, veganistas, etc.
El sistema más eficaz para destruir la cultura alimentaria es el nutricionismo. Consiste en reducir cualquier comida a una lista de nutrientes (hidratos, proteínas, calcio, vitamina E, etc.) de manera que el producto más horrendo de la industria de los ultraprocesados y el alimento más fresco y ecológico quedan equiparados, pues ambos contienen aproximadamente la misma composición de nutrientes. Mediante este sistema, ya no compramos fragmentos de plantas y animales para comer en crudo o para cocinar, sino nutrientes. Así nos pueden colar cualquier cosa por comida de verdad.
¿Qué podemos hacer? Tampoco es cosa de hacer caso omiso a toda la ciencia de la alimentación y recurrir al viejo dicho “lo que no mata engorda”. Si el problema es cultural, la solución también es cultural, y sorprendentemente no está en manos de la OMS o la FAO, las instituciones mundiales dedicadas a la salud y la alimentación. La tiene la Unesco, la institución mundial para la educación, la ciencia y la cultura. La Unesco nos ofrece varios puntos de apoyo sólidos para que que llevemos una alimentación de calidad, al declarar patrimonio de la humanidad la dieta mediterránea, la cocina japonesa y la tradicional mexicana. No tenemos más que investigar en sus recetas para mejorar nuestra comida en un santiamén. A nosotros, en España, nos toca la dieta mediterránea. Seguro que tenemos algún libro de recetas por ahí…
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