En esto de elegir la mejor escuela para nuestros hijos, hay dos líneas de pensamiento. Una muy influyente propone investigar largo y tendido hasta encontrar el mejor centro, se encuentre donde se encuentre. Los padres deberán calibrar conceptos como el proyecto educativo, la calidad de las instalaciones, la profesionalidad del equipo docente, el ideario del centro, el número de alumnos por clase, la posibilidad de educación bilingüe, etc.
Otra línea de pensamiento, avalada por el gran pedagogo Francesco Tonucci, cree que el mejor colegio es el colegio de tu barrio, es decir, el colegio público más cercano. Así de sencillo. Las ventajas de esta elección son muchas: el escolar puede ir caminando a la escuela, se ahorra largos viajes en autobús (y de paso contribuye a reducir la contaminación atmosférica en las ciudades), tiene más tiempo libre, conoce a sus vecinos, y no es educado en una burbuja, sino que tiene grandes posibilidades de aplicar su educación al mundo real. Desde luego es la mejor opción. Teniendo en cuenta que el colegio de tu barrio cuesta menos dinero, esta opción cumple los tres requisitos de la sostenibilidad: es buena para tu bolsillo, buena para la sociedad y buena para nuestro planeta.
¿Se puede aplicar esta manera de pensar a la elección de la mejor alimentación, para nosotros y nuestros hijos? Pues sí, se puede. Una modalidad de pensamiento alimentario parte de profusos y confusos conocimientos sobre nutrición para diseñar una alimentación “científicamente equilibrada”, con sus correspondientes dosis de hidratos, calorías, vitaminas, minerales, etc. Una variante de esta escuela utiliza listas de alimentos protectores, buenos para la salud por definición, desde el brócoli a la soja, y rechaza el resto. Otras variantes alternan alimentos proteicos e hidrocarbonados según las horas del día, otras insisten en ingerir suplementos de fibra o magnesio, algunas tienen bien asentadas fobias –al pan blanco, a los lácteos, a la carne, etc.
La otra escuela de pensamiento alimentario opina que lo mejor es comer lo que se ha comido siempre. En resumen, que la mejor alimentación es la cocina tradicional de tu región o comarca. Las ventajas son muchas. Resulta en general más barata que la alimentación nutricionalmente equilibrada, pues parte de productos de acceso fácil en mercados y galerías de alimentación. Es buena para el planeta, pues se basa en alimentos en principio de origen local (o al menos no traídos desde la otra punta del planeta). Y, por último pero no menos importante, parece que se demuestra una y otra vez que es la mejor para la salud. Esta afirmación no es tan disparatada como parece.
La alimentación tradicional, basada en lo que da la tierra a escala regional, es el resultado de un largo proceso evolutivo que ha terminado por seleccionar un ecosistema alimentario que funciona y que resulta altamente saludable, según las circunstancias de cada territorio del mundo. Los inuits del Ártico se han mantenido en perfecto estado de salud a base de carne y grasa de foca, los irlandeses comiendo patatas y mantequilla. Naturalmente eso no es todo, todas las cocinas del mundo tienen sus trucos para completar su armazón básico. En la provincia de Soria era tradicional consumir guisos de congrio procedente de Galicia, que suplía cierto déficit de sustancias marinas propio de una alimentación local de tierra adentro. La paella era en origen una hábil mezcla de legumbres y cereales, una combinación mágica que satisface casi todas las necesidades de la salud y que se conoce en todo el mundo, por ejemplo en Costa Rica con el nombre de gallo pinto.
De manera que la mejor respuesta a la pregunta: ¿qué deberíamos comer?, es sencilla: lo que se ha comido siempre en tu país. No lo que se comía hace 3.000 años, sino todo lo que se ha ido incorporando desde entonces. Las cocinas locales son capaces de adaptarse y salir adelante incorporando elementos nuevos en una nueva mezcla saludable y accesible. Un buen ejemplo de estos ecosistemas alimentarios de calidad es la llamada dieta mediterránea, que es oficialmente patrimonio y monumento de la humanidad (las otras son, en diferentes variantes de la Unesco, la cocina japonesa, la mexicana y la gastronómica francesa). Ya solo falta ponernos manos a la obra: sobre una base de cocina tradicional (llamada técnicamente “de la abuela”) podemos incorporar toda clase de elementos nuevos hasta diseñar nuestra cocina sostenible particular. Sin contar calorías, ni proteínas, ni hidratos, y sin preocuparnos de si es equilibrada o no.
Excelente información, gracias por compartirla