Las primeras campañas informativas dirigidas a la población en general por parte de los poderes públicos y relacionadas con la sostenibilidad de los estilos de vida fueron, en la década de 1960, las campañas contra incendios forestales (que han continuado hasta hoy) y las dedicadas a evitar la proliferación de residuos callejeros. Los anuncios mostraban al incansable conejo guardabosques Fidel correteando por el bosque, apagando toda clase de focos de incendio causados por la desidia humana. Los mensajes son claros: “No tire colillas sin apagar”, “No tire cerillas encendidas”, y el lema una frase que se hizo muy popular: “Cuando un monte se quema, algo suyo se quema”, con variantes irónicas dichas bajo cuerda (era el año 1962, quedaban 15 de dictadura franquista) como “… algo suyo se quema, señor marqués”. Estas campañas cívicas (como “Mantenga limpia España”) intentaban introducir comportamientos básicos “civilizados” en un país considerado como muy próximo al salvajismo.
En 1973, el pánico por la subida de los precios del petróleo provocó el lanzamiento de la primera campaña masiva de ahorro de energía. Con lemas como “Ahorre calefacción. El invierno será largo” o “Aunque usted pueda pagarla [la energía] España no puede”, la campaña inauguró una larga serie dedicada a modular el consumo de energía en función de los precios del petróleo. Se repitió por ejemplo en 1991, a raíz de la guerra del Golfo. Más adelante, ya en el siglo XXI, las campañas de ahorro y eficiencia energética se intercalaron con las dedicadas a popularizar las etiquetas energéticas (desde 1992) y con las que pretendían concienciar sobre la necesidad de reducir el consumo de combustibles fósiles. Actualmente la eficiencia energética es ya uno de los puntales de la llamada lucha contra el cambio climático.
Si el ahorro de energía depende mucho de la coyuntura internacional a largo plazo de los precios de la energía y de la gran política “climática”, las campañas de ahorro de agua son estrictamente reactivas, con pocas excepciones, a las situaciones de sequía y restricciones. En determinadas regiones con más problemas, como el sudeste, sí se ha mantenido una cierta continuidad en concienciar a la población del agua como recurso escaso y valioso.
La creación de los SIG (Sistemas Integrados de Gestión de Residuos) propició las correspondientes campañas sucesivas para excitar a la población a usar los contenedores callejeros de vidrio (desde 1987) y posteriormente los contenedores de papel y de envases ligeros. Estas campañas ya tienen un carácter permanente, especialmente las de Ecoembes y Ecovidrio y periódicamente se publican los resultados en términos, por ejemplo, de cuánto vidrio “reciclan” los ciudadanos de una comunidad autónoma en comparación con la vecina. En general, se trata de propaganda poco dramática, otra vuelta de tuerca al comportamiento civilizado de no tirar colillas encendidas al suelo. En este caso se trata de colocar cada tipo de residuo en su contenedor correspondiente, identificados con una clave de colores.
El transporte urbano también recibe atención periódica, por parte de las respectivas empresas y consorcios. El mensaje central consiste en animar al público a usar el transporte público. No obstante, la eficacia de estas campañas se ve neutralizada por la activa publicidad de automóviles “diseñados para dominar la ciudad”, a las que se dedican ingentes recursos. Recientemente, los ayuntamientos pueden hacer campañas en las que el argumento directo es la necesidad de combatir la contaminación del aire, para explicar a la población la aparición de zonas de tráfico restringido o la aplicación de protocolos anticontaminación.
La primera vez que un problema global llegó a las campañas de comunicación ciudadanas fue probablemente el agujero de ozono, la necesidad de reducir el consumo de los CFC para combatir la erosión de la capa de ozono estratosférico. En este caso la idea central que se transmitía era la necesidad de erradicar los sprays, secundariamente los CFC de los frigoríficos. La sustitución de los CFC se hizo correctamente por parte de la industria, y en este caso la colaboración ciudadana fue marginal.
A finales de la década de 1980 comienzan a aparecer los primeros materiales alertando de los peligros del cambio climático, y colocando en el centro de la diana al CO2, el principal protagonista (como villano universal) de la actual comunicación sobre la sostenibilidad. La necesidad de reducir la emisión de CO2 se utiliza en toda clase de argumentarios, tanto dirigidos a la población general como procedentes de empresas ansiosas de publicitar su logros ambientales.
A partir de mediados de la década de 2000, la eclosión de redes sociales, apps de toda clase y, en general, de una ciberesfera bullente, multiplicó la información de carácter ambiental dirigida a la ciudadanía, al mismo tiempo que la hizo más confusa. Con el gran tema de fondo del cambio climático, aparecen y desaparecen amenazas ambientales directas (el aceite de palma, los motores diésel, el panga, los parabenos en cosméticos, etc.). El paisaje informativo es enmarañado, y en él interactúan los gobiernos, las empresas, las ONG, los medios de comunicación y los líderes de opinión, popularizando temas que aparecen, adquieren gran relevancia momentánea y luego son digeridos por el socioecosistema.
El caso del aceite de palma es un buen ejemplo. Se identificó su consumo con la destrucción del bosque tropical o, más directamente, con la extinción de los orangutanes. El aceite de palma terminó por simbolizar la comida basura y en general un sistema de producción depredador de los recursos naturales. Algunas empresas lo eliminaron ostentosamente de sus productos, otras esperaron a que pasara el temporal.
En general, crece la conciencia de la necesidad de cambiar radicalmente nuestro “derrochador estilo de vida”, al mismo tiempo que crece una sorda contestación a todo el argumentario ambientalista de moderación en el consumo de recursos, considerado como una vuelta a las cavernas y en general como una seria amenaza a nuestro estilo de vida.
A finales de la década de 2010, la sensación que ya estábamos en la transición a otro socioecosistema se implantó con cierta firmeza entre la ciudadanía. La Cumbre Climática de París de 2015 (COP21), con sus mensajes de la necesidad de actuar con urgencia y sus plazos para erradicar el CO2, fueron un jalón importante. Una novedad fue la toma de postura abiertamente en contra de tomar medidas (por ejemplo de potenciar las energías renovables) de parte del mundo financiero e industrial. El antiguo consenso “algún día habrá que hacer algo, claro” se hizo añicos.
Un buen ejemplo es la increíble popularidad que alcanzó Greta Thunberg en 2019, con sus mensajes directos de actuaciones urgentes para evitar un desastre inminente. En el pasado muchos niños y niñas habían hablado en grandes foros internacionales en términos parecidos, suscitando un aplauso general, pero Greta Thunberg recibió ataques despiadados. Unos de sus mensajes, flygskam (la vergüenza de volar) fue el concepto que más quedó en la memoria del público, seis décadas después de que nos enseñaran a no tirar colillas encendidas al suelo.
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