El modelo de Mercadona (y de otras grandes empresas de distribución) está basado en poner a “El Jefe” como la diana de todo el trabajo y el esfuerzo de la empresa, de una manera casi obsesiva. “El Jefe” no es el presidente de la empresa, sino el cliente, cualquier cliente. Mercadona utiliza sistemas muy refinados y bien experimentados de “coinnovación” en que los deseos y aspiraciones del cliente se traducen en mejoras continuas de la oferta que se le hace de productos. Se utiliza un símil curioso, convertir a un feo monstruo (el cliente reticente, exigente, veleta y caprichoso) en una bella princesa (si alguien ve un micromachismo aquí, que lo diga), es decir, en un cliente fiel, satisfecho, contento y sobre todo dispuesto a pagar un buen dinero por los productos que le ofrecen.
La manera de conseguir a un “Jefe” así de positivo y entregado es un buen trato exquisito y por supuesto la innovación, una búsqueda sistemática y sin fin de productos que superen en atractivo a los ya existentes. La innovación puede ir en muchas direcciones. Por ejemplo, pintar el local de otro color, sustituir las bolsas de pan de plástico por bolsas de papel reciclado, vender comida extraordinariamente saludable, ofrecer productos de agricultura ecológica, comercio justo o de proximidad, colocar etiquetas semáforo, dar clases de cocina sostenible, etc. Pero la verdad es que da la sensación de que gran parte del esfuerzo innovador de las grandes empresas fabricantes y distribuidoras de alimentación se dirige a seducir nuestras papilas gustativas con alimentos cuidadosamente formulados que no podemos dejar de comprar.
Tenemos un buen ejemplo en la estantería de los yogures. Se trata de un caso de evolución como la que originó la gran variedad de dinosaurios jurásicos a partir de una oscura rama reptiliana cien o doscientos millones de años atrás. A partir del sano yogur natural, leche fermentada y envasada, se ha creado una impresionante variedad de productos con toda clase de sabores, colores y texturas. El mercado online de Día ofrece 163 variedades, desde los Hero Baby yogurines multifruta pouch 80 o el Danone Oikos yogur griego con piña y coco. Con las galletas, cereales de desayuno, platos preparados, fiambres, helados, etc, etc, pasa algo parecido.
Cualquiera puede decir ¿qué tiene de malo tanta rica variedad? La verdad es que nada, el problema es que no se trata de verdadera variedad ni de innovación de verdad. Exagerando solo un poco, todo se limita a añadir azúcar, sal, aceite de palma y otras grasas baratas, saborizantes y endulzantes variados a algunos ingredientes básicos de la industria alimentaria como féculas, leche en polvo, proteína de soja, etc. El resultado final son productos súper deliciosos, untuosos, cremosos, crujientes, dulces o al punto de sal. Todo nuestro equipo gustativo de primate, evolucionado a los largo de un millón de años de penurias y carencias de sal, azúcar y comida en general reacciona como cabría esperar.
Sin ánimo de ponernos agoreros, la diabetes tipo II no es ninguna broma, afecta a un 14% de españoles (más de cinco millones de personas) y la obesidad ronda el 30%. Estas dos dolencias estrechamente ligadas están directamente asociadas a la alimentación, algo tienen que ver los seductores lineales de los supermercados con los millones de personas que padecen estas enfermedades crónicas.
La respuesta de la gran industria alimentaria y de distribución a esta realidad va en la dirección de forzar la máquina de la innovación, pero sin cuestionar de ninguna manera el modelo general. Por ejemplo, Nestlé anunció la creación de un derivado del azúcar que, con la mitad de cantidad, tiene el mismo poder endulzante. En general la industria entona el “mea culpa”, presionada por las autoridades nacionales de salud y alimentación, y promete reducir el porcentaje de azúcar, grasas hidrogenadas y sal. Es decir, “reformular” los productos. Pero eso no parece tener mucha relación con la innovación, parece simplemente una huida hacia adelante.
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