Fotografía: Obi Onyeador en Unsplash
En cualquier visita al supermercado, podemos ver como proliferan en las estanterías alimentos ultraprocesados aparentemente baratos, listos o casi listos para comer, elaborados con mezclas de cuatro ingredientes básicos (harinas refinadas, aceite de palma, azúcar y soja) a las que se añaden algo de carne (por ejemplo de pollo o de pavo “separada mecánicamente”), aditivos, saborizantes y texturizantes para formar el producto final.
¿Cómo pueden estos alimentos, notoriamente inferiores en calidad y no tan baratos como parecen, entrar masivamente en la cesta de la compra? Por un lado, son alimentos diseñados exprofeso para resultar muy sabrosos, hasta tal punto que se les califica de adictivos. Por otro lado, existe la llamada trampa nutricional, un elaborado sistema de propaganda alimentaria que funciona desde hace décadas maximizando los beneficios de la gran industria y destruyendo de paso nuestra cultura culinaria.
El truco consiste en que los alimentos son reducidos a listas de nutrientes estándar. Cuando todo se reduce a listas de nutrientes (hidratos de carbono, proteínas, sodio, vitamina C, etc., el alimento de mayor calidad y el peor ultraprocesado son equivalentes. Gracias a la trampa nutricional, se puede decir que los alimentos ecológicos son un engaño, pues contienen los mismos nutrientes que los convencionales a un precio mucho mayor; se puede vender un alimento de ínfima calidad si contiene algún nutriente publicitado como esencial (por ejemplo, “rico en calcio”, “aporta hierro”), o bien se puede convertir cualquier alimento, por nefasta que sea su composición, en saludable simplemente inyectando algún compuesto vitamínico fundamental en su composición. Por ejemplo, cereales de desayuno con un 55% de azúcar “ricos en vitaminas A, B, C y D”.
Para funcionar, la trampa nutricional se apoya mucho en el concepto de Ingesta Diaria Recomendada (IDR). Por ejemplo, un nutriente a usar con precaución, como el azúcar, se coloca en la etiqueta como porcentaje de la IDR. Así, 15 g de azúcar se convierten en el 32% de la IDR de azúcar, lo que sugiere que el consumidor tendría que ingerir el 68% restante para cumplir las recomendaciones nutricionales diarias.
La trampa nutricional comenzó a funcionar en Estados Unidos hacia 1980. Como explica Marion Nestle en Food Politics, la industria alimentaria se desreguló, y se dedicó a maximizar el beneficio de los accionistas por encima de cualquier otra consideración. Décadas después, el forcejeo entre los gobiernos (o sus autoridades sanitarias y ambientales) y la gran industria alimentaria continúa, y esta última está ganando claramente.
¿Cómo podemos escapar de esta trampa y hacer más sostenible nuestra alimentación? Hasta que se implante el sistema de identificación de alimentos NOVA, que distingue tres grandes categorías (frescos, procesados simples y ultraprocesados), tenemos que apañarnos con tres herramientas: etiquetas semáforo, apps alimentarias y un poco de sentido común.
Etiquetas de alerta
Se han hecho varios intentos de lanzar un “etiquetado de alarma alimentaria” similar en parte al del tabaco, pero con poco éxito. La industria consiguió parar hace una década un etiquetado alimentario de tipo semáforo común a toda la UE, que proporcionara alguna guía al consumidor. El NutriScore francés y belga, un tipo de etiqueta semáforo muy clara y bastante adecuada, es puramente voluntaria, es decir inútil. La implantación del NutriScore en España se haría bajo el mismo método de aplicación voluntaria. El problema de estos semáforos es que están basados en medir componentes de los alimentos, no miden su “calidad general”. Por ejemplo, una bebida de cola con edulcorantes aparece como saludable en el NutriScore porque es baja en azúcar, mientras que el aceite de oliva extra es penalizado por su alto contenido en grasa. Otros países (como Chile) están ensayando etiquetas negativas, que alarman directamente al consumidor de la presencia de elementos nocivos en exceso (como grasas y azúcares) en los alimentos.
“Apps” alimentarias
Las apps de lectura automática de códigos de barras de alimentos dan a continuación una puntuación de calidad alimentaria que por lo general puntúa mejor los alimentos bajos en azúcar, grasas, sal, aditivos, etc. Las tres más populares en España son Yuka, El CoCo y My Real Food. Algunas proporcionan la clasificación NOVA del alimento de que se trate.
Indicadores casi infalibles
Hay un tercer método que no depende de etiquetas o apps, sino del sentido común y de prestar atención a indicadores de que algo no está bien en el alimento que consideramos. Antes que nada, hay que decir que los productos frescos sin etiqueta deberían ser nuestros favoritos: frutas, verduras, carne y pescado comprados al peso en un buen mercado. Si el producto lleva etiqueta y está envasado, es útil fijarse en cuatro aspectos. Un envase aparatoso y colorido es una razón para desconfiar. También deberíamos rechazar los productos con una lista de ingredientes larga (mayor de tres o cuatro) si no se trata de platos preparados o de pasteles complicados. Los reclamos de que el producto no contiene gluten, sal, azúcar, etc., también son mala señal. Así como los avisos de que el producto está enriquecido con vitaminas o sustancias supuestamente saludables. Rechazar estos productos es algo que nos agradecerá nuestra salud, nuestro bolsillo y nuestro planeta.
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