La ciudad seguirá siendo una enferma crónica de contaminación –y también lo serán sus habitantes– si no tomamos medidas atrevidas para cambiar su modelo de transporte. Prolongar el modelo actual con algunos paliativos no servirá de nada.
El 29 de diciembre de 2016 fue un día histórico. Se prohibió la circulación por la ciudad de Madrid (la almendra central) de la mitad de su parque móvil, aquellos con matrículas terminadas en número par. Es algo que se lleva haciendo muchos años en muchas ciudades del mundo, pero en Madrid causó sensación.
A continuación, hubo todo tipo de reacciones, pero nos interesa especialmente una, la de la corriente dominante. En general, la gente de orden y sus representantes políticos argumentaron que no se podía restringir el derecho a la circulación de un día para otro, que lo que hay que hacer es tomar medidas estructurales, serias. Por ejemplo, los célebres aparcamientos disuasorios en los bordes de la almendra central de la ciudad. O, yendo un poco más allá, implantar un peaje a los vehículos más contaminantes, al estilo de la tasa de congestión de Londres. Los vehículos más contaminantes serían sobre todo los diésel antiguos. O gravar con más impuestos y/o precio de aparcamiento a estos vehículos.
La idea general es que estas medidas “estructurales” impulsen una renovación del parque de automóviles, que ha envejecido mucho con la crisis (cuando las ventas descendieron a la mitad). Dentro de algunos años, seguirían circulando millones de coches de nuestras ciudades, pero la mayoría cumplirían las nuevas y en apariencia estrictas normas de emisión de contaminantes de la UE. El resultado sería que difícilmente, salvo en circunstancias atmosféricas muy desfavorables, se superaría la concentración de óxidos de nitrógeno de 180 microgramos por metro cúbico (el umbral de alerta actual), y no sería necesario, salvo en casos excepcionales, imponer ninguna restricción al tráfico.
Este bonito plan equivale a condenar a la ciudad a una enfermedad crónica de por vida. Casi nunca respiraríamos 180 microgramos de óxidos de nitrógeno o más, pero tenemos garantizada una ingesta diaria y cotidiana de este contaminante de sesenta o cien microgramos, todos los días en invierno y bastantes días en verano. Se supone que (como en el caso de la Ingesta Diaria Aceptable de aditivos en los alimentos) podemos seguir tragando esa dosis toda nuestra vida sin consecuencias fatales para la salud. Las consecuencias de carraspera crónica e irritación constante de las vías respiratorias no se consideran preocupantes. Por cierto, el humo diésel es considerado como cancerígeno por la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer.
Es verdad que hay señales mejores ahí delante: por ejemplo, el coste de producción de la electricidad fotovoltaica ya está a la par con el de las tecnologías basadas en la quema de combustibles fósiles, y solamente en la ciudad de Madrid hay ya más de un millar de coches eléctricos de uso público. Hay esperanzas de una curación real y eficaz de la atmósfera de la ciudad… y de nuestros pulmones.
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