El coche de motor de explosión, y más todavía el diésel, tienen otro problema a añadir a su larga lista de engorros. No solamente son muy ruidosos y contaminantes, sino que además no funcionan bien con los nuevos límites de velocidad en las ciudades. El problema está en una deficiencia técnica bien conocida desde finales del siglo XIX, cuando se puso a punto su tecnología.
A diferencia del motor eléctrico, que admite una regulación muy fina de la potencia y por tanto de la velocidad a la que mueve cualquier vehículo, el motor de explosión necesita un mecanismo intermedio entre el motor y el movimiento de las ruedas, el embrague, un artilugio que conecta y desconecta la potencia del motor. Conducir a 30 km/h y no digamos a 20 km/h exige una atención constante al embrague, que con tanto trajín termina estropeándose, y su reparación no es barata.
Algo parecido ocurre con el filtro de partículas que llevan los coches diésel, que necesita temperaturas muy altas –las que proporciona un motor a tope de potencia– para funcionar bien, quemando y eliminando los restos de partículas. A 30 km/h o menos el filtro no funciona bien y corre peligro de acabar entupido. Esto puede obligar a una costosa reparación.
Un coche de alta gama de los que se venden ahora alcanza su velocidad máxima en ciudad (es decir, 30 km/h) en 1,5 segundos. Incluso un utilitario básico como el Seat Ibiza tarda solo cuatro segundos en alcanzarla. A partir de ahí, al conductor urbano le espera una laboriosa conducción a base de tironear del embrague y rezar para que el filtro de partículas no se atasque. Sin contar otros problemas mecánicos asociados al intento de mover una máquina diseñada para alcanzar los 170 km/h (cualquier utilitario llega a esta velocidad, los coches caros pueden moverse a 240 km/h) a 30 km/h o menos.
La solución técnica consiste en comprarse un coche eléctrico, que no sufre con las bajas velocidades. Por ejemplo, el Volvo XC40 Recharge, un “SUV compacto totalmente eléctrico” capaz de acelerar de 0 a 100 km/h en menos de 5 segundos, “ha sido diseñado para una vida urbana moderna y mucho más”. Un SUV urbano es una gran contradicción, pero eso no arredra a los fabricantes de automóviles. El e-2008 de Peugeot (otro SUV), promete «aceleración ágil» y la libertad de poder conducir a cualquier lugar, incluso en zonas de restricción de emisiones. El ID.4 de Volkswagen (otro SUV) promete “una nueva forma de adrenalina”: “Con la etiqueta de 0 emisiones de la DGT, podrás conducir por el centro de la ciudad siempre que quieras”, acelerando de 0 a 100 en 8,5 segundos.
Todos estos coches son caros, entre 35.000 y 55.000 euros. El Plan MOVES III, que prevé ayudas de hasta 7.000 euros por vehículo, puede ser de ayuda pero no incluye fondos para cambiar coches diésel o de gasolina antiguos por versiones modernas. Muchas personas con poco dinero no se pueden comprar un eléctrico ni siquiera contando con las ayudas, y no tienen ayudas para actualizar su viejo coche de motor térmico. La industria lleva tiempo prometiendo coches eléctricos utilitarios al alcance de todo el mundo, pero por ahora se limita a sacar modelos eléctricos grandes y caros.
En Reino Unido se libra actualmente una áspera “batalla cultural”, entre los partidarios y los contrarios de los vecindarios de tráfico restringido o LTN (low-traffic neighbourhood). Es el mismo caso de algunos comerciantes de la calle Boltaña (distrito de San Blas-Canillejas, Madrid), algunos de los cuales se manifiestan todos los miércoles golpeando cacerolas contra la prevista peatonalización de su calle.
La reducción de velocidad a 30 y 20 km/h también va a levantar ásperas quejas, aunque salvará muchas vidas de peatones y ciclistas y mejorará la vida en la ciudad, que se hará menos ruidosa y contaminada. La incompatibilidad del coche de motor térmico (o del SUV eléctrico) con la ciudad cada día es más evidente, pero no se trata solo de un problema técnico a resolver con unos cuantos decretos, hay mucha más tela (cultural) que cortar.
Imagen: Bilbao [Udala – Ayuntamiento]
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