Fotografía: parte de esta foto fue publicada por la revista Crónica del 13 de enero de 1938 con este pie: «La pesadilla de las amas de casa: el contador, que al encender el hornillo eléctrico adquiere una velocidad de vértigo». Archivo General de la Administración
¿Cómo se las apañaría una sociedad industrializada que de repente se quedara sin combustibles fósiles? La respuesta es interesante porque nos encontramos en plena transición energética, entre el pico petrolero, los conflictos del gas y la electrificación del transporte. ¿Qué ocurriría si mañana nos tuviéramos que apañar sin petróleo, gas ni carbón -ni energía nuclear?
El caso es que tenemos un ejemplo en la reciente guerra civil española. Tres compañías eléctricas suministraban fluido a Madrid en 1936, que contaba con cuatro usuarios principales: el metro, la compañía de tranvías, la industria y los clientes domésticos, que la usaban principalmente para alumbrado. El abastecimiento eléctrico era renovable en un alto porcentaje, pues la luz venía principalmente de varias centrales hidroeléctricas, la más lejana situada en Albacete, y otras en Guadalajara, Valencia y Ávila. El metro y otras empresas grandes tenían centrales propias de carbón en la misma ciudad. Algunas centrales cayeron pronto en manos facciosas, pero el grueso del suministro continuó sin dificultad, al pasar las líneas justo por el corredor que unía a Madrid con el resto de la zona republicana. Las compañías eléctricas lanzaron pronto una tarifa social económica, pues la electricidad, que se usaba en los hogares para poco más que producir luz, era muy cara en relación a la estructura de precios, mucho más que en la actualidad.
La falta de carbón obligó a Madrid a echarse en brazos de las energías renovables: la madera de bosques y parques se aprovechó y esquilmó intensivamente, y llegó un momento en que la ciudad comenzó a devorarse a sí misma, cuando millares de personas se dedicaron a arrancar y hacer astillas cualquier pedazo de madera que pudieran encontrar en edificios o viviendas abandonadas o bombardeadas. Al cabo, agotados todos los recursos, la gente se volvió a la electricidad para obtener calor. Las estufas y hornillos eléctricos se llevaban vendiendo décadas, pero eran todavía una rareza. Para cocinar y calentar agua había desde las grandes cocinas de carbón, mineral o vegetal, capaces de caldear toda una casa, a hornillos más pequeños que se podían alimentar casi de cualquier cosa. Las grandes casas del barrio de Salamanca tenían calefacción central por caldera de carbón, una curiosidad en el resto de la ciudad, donde se pasaba el invierno a base de braseros y pequeñas estufas. El gas ciudad también alimentaba buen número de hogares, pero necesitaba carbón para ser fabricado.
En pocos meses se vendieron en Madrid decenas de miles de cocinillas eléctricas, que la industria local improvisó a toda velocidad con los cada vez más escasos materiales que pudo encontrar. Hasta un total de 100.000 resistencias sustituyeron al antiguo y ahora inútil parque de cocinas de combustión. Teniendo en cuenta el impresionante aumento de demanda que esto originó, el suministro eléctrico siguió funcionando con bastante eficacia, aún completamente sobrecargado. El voltaje tuvo que ser paulatinamente reducido para repartir el escaso recurso entre una creciente demanda, y hacia el final de la guerra la corriente apenas transportaba la energía suficiente como para poner de color naranja el filamento de una lámpara. La gente ponía los 50 gramos de lentejas del racionamiento en un puchero colocado toda la noche sobre el macilento hornillo, con la esperanza de que al día siguiente el calor hubiera ablandado las legumbres como para poder comerlas. Una fuerte sequía en la segunda mitad de 1938 empeoró todavía más las cosas. Pero el sistema siguió funcionando y manteniendo con vida a la ciudad.
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