“Zumo de limón orgánico procedente de concentrado” se puede leer en la etiqueta de una bebida de frutas que se vende en los supermercados. La botella translúcida y su decoración vegetal y algo hipster muestra por dónde van los tiros: la industria alimentaria está captando cada vez más señales del desconcierto alimentario general y está obrando en consecuencia. Por ejemplo, ya proliferan en las estanterías de los supermercados los ultraprocesados veganos, hamburguesas de seitán o salchichas de tofu adobadas con toda clase de aditivos. Son muy caros. Al mismo tiempo, se pueden ver fiambres de carne de pavo “separada mecánicamente” a precios imbatibles, del orden de 2 euros por kilo.
Si preferimos la comida saludable, entramos en un mundo de granjas orgánicas que envían regularmente a sus clientes cestas de verduras ecológicas, mercadillos de proximidad o incluso alimentos eco con la correspondiente etiqueta de la Unión Europea. Pero muchos alimentos ecológicos proceden de la otra punta del mundo, ¿merece la pena cultivar algo sin pesticidas pero con una huella de carbono tan grande (para su transporte en avión, por ejemplo)?
A medida que crece la confusión alimentaria, la brecha entre la comida para las élites y la comida para el pueblo llano no cesa de agrandarse. Los Estados Unidos muestran en este asunto, como en tantos otros, lo que podría ser el futuro. Se parece bastante a la división de la especie humana en elois y morlocks que describió H.G. Wells en “La máquina del tiempo”. Los elois son los californianos o neoyorkinos adinerados, progresistas, adictos a la comida orgánica y aficionados al fitness, muchas veces veganos. Los morlocks habitan preferentemente en el interior del país y se alimentan de comida basura.
El día típico de un morlock comienza cuando conduce su coche unos kilómetros hasta el drive-in más próximo y encarga desde la ventanilla cuatro dobles con queso, seis batidos, tres de patatas con salsa y dos de aros de cebolla. Luego vuelve con su botín a su casa, donde le esperan hambrientos sus familiares, que engullen los trozos de comida de color marrón sacada de cajitas de cartón en un santiamén, sin levantarse del sofá o de la cama, donde la enfermedad (obesidad extrema, diabetes y flojera en general) ha postrado a algunos. Su casa está a más diez millas de cualquier abastecimiento de comida fresca, como fruta o verdura, es decir, en pleno desierto alimentario, y han olvidado por completo cómo es un alimento fresco y cómo cocinarlo.
Esto está comenzando a ocurrir en todo el mundo, a medida que las culturas alimentarias locales (la famosa “cocina de la abuela”) se desmoronan. Los gobiernos plantean estrategias, etiquetados de advertencia de la comida basura del mismo tipo que los que llevan los cigarrillos. Incluso, en España, se llegó recientemente (enero de 2019) a un difícil pacto por el que la industria de la comida basura se comprometía a reducir en un 10% el contenido en azúcar, sal y grasas peligrosas de sus productos. Condición sine qua non del pacto era que toda la industria al completo lo hiciera a la vez, sin que se escapara nadie. Como se explica candorosamente en el documento oficial, si un fabricante puede mantener alta la dosis de azúcar, tendrá una inaceptable ventaja sobre los demás. Hasta ahí ha llegado la sofisticada capacidad homínida para conseguir, apreciar y transformar sus alimentos, que ha mantenido con vida a la especie durante un millón de años.
El reciente concepto de sindemia global, que ha hecho fortuna, asocia el problema del cambio climático con el problema de la mala comida. La gran industria alimentaria es capaz de producir alimentos en cantidades enormes a precios muy bajos, gracias a procedimientos de cultivo estandarizados que consumen mucho combustible fósil, directa o indirectamente en forma de fertilizantes y pesticidas. Así se consiguen las materias primas que se podrán negociar en la Bolsa de Chicago (Chicago Board of Trade) y otras, a razón de miles o millones de toneladas de trigo, soja, leche, azúcar, aceite de palma, existentes o por existir, estos últimos se negocian en los mercados de futuros.
Al lado de este apabullante mercado de materias primas alimentarias estandarizadas están los minúsculos circuitos de alimentos de calidad, por ejemplo frutas y vegetales perecederos con denominación de origen, cultivados en pequeñas cantidades en comarcas bien delimitadas y sometidos a especificaciones de calidad precisas. Que son muy caros y se venden en tiendas especializadas, por lo que no están al alcance de todo el mundo.
¿Hay una tercera vía entre la comida ultraprocesada estandarizada y la que tiene denominación de origen y etiqueta ecológica? Pues sí que la hay, y consiste en un truco muy sencillo que todo el mundo puede poner en práctica: comprar alimentos frescos y cocinarlos. No hace falta que sean eco ni bio ni orgánicos ni nada por el estilo. Basta con comprar un buen manojo de puerros frescos, un kilo de patatas, algunos adminículos, y ya tenemos una sabrosa porrusalda. Si la queremos ilustrada, podemos añadirle unas esquirlas de bacalao. Si no, tenemos un plato vegano de los buenos. En cualquier caso, comida sana, de baja huella y a buen precio, al alcance de todos. ¡Solo hace falta tener un recetario a mano!
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