La Unión Europea va a multar a Madrid, Barcelona y otras ciudades, en último término al gobierno de España, por no hacer lo necesario para reducir la contaminación. Quiere decirse que se terminó la era de los paños calientes en materia de contaminación y tráfico urbano. Las medidas tímidas –como Madrid Central– no sirven para nada. La cuestión es que una ciudad grande dedica el 80% de su espacio urbano accesible al movimiento de un millón de coches de motor de combustión, que producen el 80% de la contaminación y el ruido, además de centenares de víctimas anuales en accidentes.
Esta insostenible situación no se arregla con medidas parciales, como crear áreas reservadas a los residentes o protocolos de contaminación que impiden el acceso a los vehículos más contaminantes. Es necesario algo más eficaz, y la fórmula está más vista que el tebeo y es más vieja que la tos: el interior de la ciudad libre de coches, atendido por un muy buen sistema de transporte público a base de metro, autobuses y probablemente tranvía, mientras que el exterior de la ciudad sí permitiría el uso del coche, no hay otro remedio por ahora. En la frontera entre la ciudad y el espacio exterior, debería existir la posibilidad de que los visitantes dejen el coche, en los famosos “aparcamientos disuasorios” (porque disuaden de meter el coche en la ciudad).
Los aparcamientos disuasorios llevan saliendo en los periódicos desde 1978, y el concepto seguramente es más antiguo, de finales de la década de 1960. En ese medio siglo, todas y cada una de las corporaciones municipales que se han sucedido en la ciudad han prometido construirlos, y ninguna ha hecho nada. Probablemente es por falta de dinero, y aquí llegamos a una cuestión peliaguda: la necesidad de implantar un peaje urbano.
El peaje urbano consiste en cobrar una cantidad al que mueva su coche por la ciudad. Se hace en Londres desde hace tiempo, bajo el mismo razonamiento por el que se paga por aparcar: los peatones pueden caminar gratis, los conductores deberían pagar por el espacio que ocupan, el ruido y la contaminación que producen. La idea de que un potente SUV pague un buen dinero por moverse por las calles parece lógica, pero ¿qué pasa con los conductores humildes? Mucha gente está tan asfixiada por los gastos del coche que no puede permitirse pagar además una tasa diaria por moverse por la ciudad. Aquí entran toda clase de fórmulas para evitar la injusticia social, desde transporte público gratis para el que se deshaga de su coche a una especie de bono social que les exima del pago, etc.
Cuando los coches empiecen a pagar de verdad lo que le cuestan a la ciudad en términos de contaminación, espacio ocupado, ruido y siniestralidad, habrá dinero para crear el mejor transporte público posible: con frecuencias muy elevadas, comodidad y aire acondicionado. Así como para reducir sistemáticamente el espacio ocupado hoy por el coche, a base de ensanchar aceras, peatonalizar y reducir la parte ocupada por la calzada. Sin hablar de la proliferación de carriles bici, rutas peatonales y pequeños vehículos eléctricos compartidos. Los resultados pueden ser muy buenos: reducción de la contaminación a una fracción de la actual, recuperación del espacio urbano, reducción de la siniestralidad y creación de nuevos nichos de desarrollo económico a base de nuevas modalidades de transporte. Hacia 1990 los pasos elevados de coches en ciudad (los famosos escalextric) se empezaron a considerar inaceptables, mientras que en 1970 parecían el colmo de la modernidad. Hacia 2010, la presencia de cientos de miles de coches ocupando todas las calles se empezó a considerar absurda: la ciudad es de sus habitantes, no de los coches de sus habitantes.
Jesús Alonso Millán
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